Nunca he destacado por mi capacidad de retener recuerdos, vivencias, datos, nombres, en definitiva, mi memoria ha dejado mucho qué desear. Tal vez por esta razón, como les sucede a los ciegos, he desarrollado otras habilidades para retener información, me refiero a la capacidad evocadora de un olor.
Y hablo de olor en el sentido más amplio del término, ya sea el olor a "aftersun" mezclado con el bocadillo de chorizo pamplona, a comida casera mezclada con ropa recién lavada y tendida en el patio de vecinos un frio lunes de febrero, a tubo de escape del autobús de la empresa municipal de los años 80, al perfume te hace esbozar una sonrisa de satisfacción al recordar lo bien que lo pasaste con esa chica aquel maravilloso verano del taitantos.
De entre todos recuerdo uno que me hacía sentir como un drogadicto feliz. Un símil muy gráfico para que lo entendáis, ¿os acordáis cuando descubres en el cole lo mucho que te pone el olor del pegamento “imedio”?. Estoy hablando del olor a cuero, a humedad, a vejez, a madera, a negocio de los de antes, ese olor que disfrutaba cada vez que entraba en la zapatería de mi abuelo. Era una excusa añadida para pasarme a saludar a mi abuelo, a mi tío, o a cualquier persona que estuviera en ese momento dentro de la zapatería, e inspirar bien fuerte nada más cruzar el umbral de entrada. Ese olor lo asocio a vacaciones, a pandilla, a familia, a raíces, a estar en casa.
Por todo esto, la característica que más disfruto de un olor es su capacidad evocadora porque, a pesar de que ese negocio familiar cerró (que no "ha cerrado") y se convirtió en otra cosa más de las tantas que hay por mi pueblo, mi nariz está alerta para que la próxima vez que vuelva a olerlo, se esboce una sonrisa en mi rostro recordando los veranos de dos meses, el mercado de los martes, mi abuelo tras el mostrador, ¿os espero en “La Sirena”?